La Isla de 3.2 millones de habitantes sigue siendo incapaz de sacudirse su historia, superar su pobreza y garantizar una asistencia sanitaria adecuada a todos sus habitantes.
Ha sido inspirador ver cómo la enseñanza de la medicina presta atención a las disparidades sanitarias y a los determinantes sociales de la salud. De hecho, los planes de estudio de las facultades de medicina de todo el país incluyen desde hace tiempo clases en las que se describen las disparidades sanitarias y cómo las circunstancias socioeconómicas, los factores ambientales, las condiciones de la comunidad o, en ocasiones, el racismo flagrante, impiden a sus ciudadanos acceder a una atención sanitaria adecuada.
Estas desigualdades no solo aumentan la mortalidad, sino que además son costosas, ya que se calcula que representan 93 mil millones de dólares anuales de sobrecostos de atención médica y 42 mil millones de pérdidas de productividad.
El problema es tal que los estudiantes de medicina ya no se sorprenden cuando aprenden a predecir los resultados de un paciente con solo buscar el código postal de su domicilio.
Se están desplegando muchas estrategias para reducir estas desigualdades, pero se tardó décadas en forjar la estructura socioeconómica y cultural que creó y ayuda a mantener las disparidades sanitarias que se observan hoy en día; se tardará más en desmantelar esa estructura para garantizar la igualdad de acceso a una asistencia sanitaria asequible y de calidad para todos.
Las disparidades sanitarias en Estados Unidos no se circunscriben al territorio continental, ya que se extienden hasta las profundidades del mar Caribe, llegando hasta la isla de Puerto Rico, territorio estadounidense desde la Guerra Hispanoamericana.
Poco después de desembarcar del barco del General Mile en 1898, el Dr. Bailey Ashford documentó las disparidades sanitarias rampantes que asolaban a los nativos de la isla y aseguraban la muerte prematura y la pobreza continua de todo un pueblo. Desde entonces, y a pesar de la mejora de su infraestructura socioeconómica, de la creación no de una, sino de cuatro facultades de medicina, y de la generación de médicos formados en especialidades reguladas por el Consejo de Acreditación de Posgrado en Educación Médica de Estados Unidos, la Isla de 3.2 millones de habitantes sigue siendo incapaz de sacudirse su historia, superar su pobreza y garantizar una asistencia sanitaria adecuada a todos sus habitantes.
La incapacidad de la Isla para formar y retener a especialistas médicos garantiza un mayor deterioro de la prestación de asistencia sanitaria. Como último ejemplo, en 2021, el único programa de formación de Residencia en Neurocirugía de Puerto Rico cerró sus puertas por no contar con la infraestructura adecuada ni los fondos suficientes para sostener una formación adecuada.
Las circunstancias que condujeron a la actual crisis económica y sanitaria de Puerto Rico se han descrito ampliamente. Estos escritos describen cómo los huracanes y terremotos, junto con la fiscalidad no equitativa de los bienes que entran en la Isla, el despliegue de un Obamacare subclase, la corrupción y las acciones de las compañías de seguros condujeron a un sistema de salud fragmentado actualmente en soporte ventilatorio.
Más recientemente, hemos sido testigos del último impacto de años de abandono: la emigración de médicos bien formados que buscan una mejor calidad de vida en otros lugares, mientras dejan atrás a una población envejecida, incapaz de sacudirse los grilletes de la historia.
Esto no solo priva a los nativos de la Isla del acceso a médicos bien formados capaces de atender sus necesidades sanitarias, sino que garantiza un mayor deterioro de la infraestructura sanitaria de la Isla al impedir que las facultades de medicina atraigan a los mejores talentos para la educación de sus estudiantes en las aulas y para la enseñanza del diagnóstico y manejo de los pacientes durante las rotaciones clínicas.
Así, la saga puertorriqueña continúa. Los estudiantes de medicina no necesitan ir muy lejos para aprender sobre salud y disparidades sanitarias; solo tienen que asistir a la clínica del Centro Médico Universitario, ayudar a un padre que necesita urgentemente un cardiólogo o intentar localizar a un traumatólogo en urgencias un fin de semana por la noche.
Para mejorar la situación, los legisladores isleños presentaron recientemente el Proyecto del Senado 1134, que propone conceder licencias de especialidad a los médicos que hayan tenido experiencia en urgencias durante diez años, quizá sin la supervisión adecuada, rebajando así los requisitos necesarios para obtener dichas licencias de especialidad.
El proyecto de ley sigue debatiéndose, pero si se ratifica, la legislación propuesta prescindirá de la necesidad de formación en un programa acreditado por ACGME. La intención es reducir el número de médicos que abandonan la Isla, al tiempo que se amplía la atención a quienes necesitan cuidados especializados. Muchos, sin embargo, predicen que, aunque bien intencionada, la nueva ley mermaría enormemente el talento de la Isla y reduciría la experiencia médica en un territorio ya desprovisto de suficientes proveedores médicos bien formados y equipados.
Hay acuerdo general en que la respuesta no está en disminuir los niveles de formación médica, sino en mejorar las inversiones en infraestructuras sanitarias y eliminar los numerosos obstáculos impuestos a los nuevos médicos, que se consideran causas fundamentales.
Observar desde una orilla lejana cómo sigue evolucionando la saga puertorriqueña es doloroso. El único resquicio de esperanza de tales circunstancias es asegurarnos de que aprendemos de nuestros errores. Aprender cómo la historia, la cultura, la política, la legislación y el racismo confluyeron y siguen conspirando para perpetuar las disparidades en esta Isla paradisíaca, mientras los proveedores de atención sanitaria siguen navegando por aguas traicioneras sin capitán.
Esto me recuerda uno de los principios más importantes de la educación médica: "Primero, no hacer daño". Hasta la fecha, Puerto Rico no ha sido capaz de seguir el ritmo de las necesidades sanitarias de sus habitantes. Sin embargo, sigue trabajando en ello, como soñaba Ashford, con una comprensión de lo que es la verdadera excelencia y de cómo los ciudadanos bien formados en ingeniería, arquitectura, derecho, negocios, educación y, sí, medicina, pueden ayudar a sacar a su pueblo de la pobreza.
La nueva legislación propuesta socavará más de un siglo de duro trabajo al intentar retener a los médicos, no necesariamente bien formados, mediante una intervención que garantizará un mayor deterioro de la prestación de asistencia sanitaria.
Al final, podríamos encontrarnos con que esta intervención desvelará finalmente una cura para las disparidades sanitarias en Puerto Rico, asegurando que los isleños reciban igual atención - peor atención. Está claro que la presentación del proyecto de ley denota un comprensible sentimiento de desesperación, pero la desesperación nunca es una buena base para la política pública. Se nos olvida... primero, no hacer daño.
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